Con ojos llorosos el espectador contempla, a punto de caramelo, el momento cumbre de la historia. Después de hacerle pasar las de caín, nuestro héroe, que gracias al buen hacer de actor, director y guionista sentimos como alguien cercano, esta apunto de conquistar su meta. Nos acercamos al desenlace del relato que contemplamos con los nervios a flor de piel. Y de repente "volvemos en 6 minutos".
Entran los anuncios publicitarios cual elefante en cacharrería, con toda la fanfarria, y a todo volumen (pésima costumbre subir el sonido en las pausas publicitarias) para explicarnos las bondades de lo último en detergente. Maldices su marca y prometes que no comprarás nunca más ese producto. Al cabo de un rato cansado del bombardeo te acercas a las propuestas televisivas de otros canales. La magia ha desaparecido, la vinculación emocional con la historia se diluye, pasados los seis minutos de rigor vuelves a la película pero no es lo mismo. Es un tramite con afán finalista, el "ver como acaba". Sin embargo, pasados los primeros compases aparece de nuevo el "volvemos en 1 minuto". En estos momento, hastiado de los "consejos" publicitarios, claudicas y apagas la tele.
Es evidente que sin los beneficios de la publicidad no sería posible sostener la película ni el canal que la emite. Dicho lo cual, es una forma horrible de anunciarse. Hace años cuando había pocos canales, cuando la publicidad no nos bombardeaba (o nuestra tolerancia era más alta), cuando internet era una rareza, tenía sentido. Es más, incluso los anuncios de televisión se veían con verdadero interés. Ahora se perciben como algo que se interpone entre el espectador y aquello que desea ver. Un obsceno gesto de un patrocinador que es tan rico como para permitirse interrumpir con sus groseros anuncios nuestro disfrute.
Se trata de una forma extremadamente cara, y cada vez menos efectiva, de anunciarse en la que se insiste de forma recalcitrante. No importa que los más jóvenes consuman cada vez menos televisión. Erre que erre el elefante sigue su marcha olvidándose de que incluso los elefantes deben aprender a bailar.
Imagen compartida con licencia Creative Commons de Nick Thompson
Entran los anuncios publicitarios cual elefante en cacharrería, con toda la fanfarria, y a todo volumen (pésima costumbre subir el sonido en las pausas publicitarias) para explicarnos las bondades de lo último en detergente. Maldices su marca y prometes que no comprarás nunca más ese producto. Al cabo de un rato cansado del bombardeo te acercas a las propuestas televisivas de otros canales. La magia ha desaparecido, la vinculación emocional con la historia se diluye, pasados los seis minutos de rigor vuelves a la película pero no es lo mismo. Es un tramite con afán finalista, el "ver como acaba". Sin embargo, pasados los primeros compases aparece de nuevo el "volvemos en 1 minuto". En estos momento, hastiado de los "consejos" publicitarios, claudicas y apagas la tele.
Es evidente que sin los beneficios de la publicidad no sería posible sostener la película ni el canal que la emite. Dicho lo cual, es una forma horrible de anunciarse. Hace años cuando había pocos canales, cuando la publicidad no nos bombardeaba (o nuestra tolerancia era más alta), cuando internet era una rareza, tenía sentido. Es más, incluso los anuncios de televisión se veían con verdadero interés. Ahora se perciben como algo que se interpone entre el espectador y aquello que desea ver. Un obsceno gesto de un patrocinador que es tan rico como para permitirse interrumpir con sus groseros anuncios nuestro disfrute.
Se trata de una forma extremadamente cara, y cada vez menos efectiva, de anunciarse en la que se insiste de forma recalcitrante. No importa que los más jóvenes consuman cada vez menos televisión. Erre que erre el elefante sigue su marcha olvidándose de que incluso los elefantes deben aprender a bailar.
Imagen compartida con licencia Creative Commons de Nick Thompson